[Antonio E. Zafra es el autor de este artículo, que accedió a redactar tras algunos engaños y triquiñuelas por mi parte. Bromas aparte, lo cierto es que no hicieron falta, enseguida recogió mi oferta y aquí está el resultado. Antonio es el responsable del blog El Mosquitero, que te recomiendo encarecidamente, además puedes seguirlo en twitter.com/AntonioEZafra.]
Me invita el amigo Ángel a escribir un artículo para éste, su nuevo blog, en el que intente responder a la curiosa pregunta que da título al mismo. Sinceramente, y sin haber tenido que buscar una respuesta en internet que pueda hacerla pasar por la mía propia, las personas necesitamos sentirnos parte de algo para aceptarnos a nosotros mismos en el quehacer diario.
Servidor, que está a las puertas de formar parte de la inmensa cola de desempleados que pueblan ya las oficinas del INEM, y que copan los turnos para dejar currículums en los despachos de todas las empresas de cualquier polígono industrial que se precie, ve en su situación de desempleado dos factores determinantes que lo pueden llevar a la locura.
El sentimiento de inutilidad
No se preocupen señores, que no estoy aún al borde del abismo. El caso es que sí que lo estuve hace siete meses, cuando ya coleaba mi anterior estancia en las estadísticas de parados que manejaban nuestros buenos administradores políticos. En aquel entonces mis horas de sueño se limitaban a tres o cuatro diarias. El resto las pasaba mirando al techo en plena oscuridad, a sabiendas de que no llegaba a ver su forma dada la ausencia lumínica, pero seguro de estar comprobando fidedignamente cuan oscuro futuro me esperaba ya no solo a mi, sino también a mi familia. La suerte, y digan que sí, el tesón a la hora de buscar un nuevo empleo, alejó aquellos fantasmas de la mente de este pobre bloguero de medio pelo y me dio seis meses de respiro económico a cuenta de esta empresa de la que estoy a punto de ser despedido de nuevo, que si bien no han logrado sanear del todo las arcas familiares, si que he de reconocer que me han servido para tener una imagen propia bastante diferente de la que en aquel entonces atesoraba.
Será porque yo nunca había desempeñado un trabajo tal cual este último que he realizado. Será también porque tras más de once años, he trabajado en el interior de una nave y no me he limitado solo a conducir. El caso es que ese temor oscuro que me decía que yo no valía para trabajar en interior, que mi único ambiente laboral debía ser la carretera, se ha esfumado tal cual una infecta maldición autoimpuesta. Mi capacidad para renovarme, para abrirme a nuevos frentes y perder así el temor a trabajos que nunca pensamos que llegaríamos a desempeñar, ha desaparecido.
Ese sentimiento de inutilidad, tan veloz a la hora de salir a la luz y tan díscolo a dejarnos en paz una vez aparecido, ha encontrado en mi fuerza de voluntad un digno contrincante que ha acabado por noquearlo, y que ha facilitado que mi autoestima, bajo mínimos hace poco más de seis meses, esté ahora por las nubes. Ese sentimiento, síntoma al que todos los parados en un momento u otro se ven forzados a hacer frente, es tan dañino y peligroso que haríamos mal en banalizarlo innecesariamente.
La catástrofe económica familiar
La economía es la principal de las razones por la que un trabajador cualquiera se siente obligado a tener asegurado su jornal. El hecho de que aún sabiendo de la endeblez de nuestra seguridad laboral, nos permitamos vicios de demasía, nos lleva a la inopinable certeza de sabernos obligados a mantenernos empleados, de no poder ser despedidos. Y esa misma, siendo como es una acción que de ninguna manera depende de nosotros, sino que está tomada por otros ajenos a nuestros problemas, es la que nos arrastra hacia la desconfianza y la susceptibilidad.
Y es que quedarse sin empleo es un gran problema para cualquiera, por muy preparado que se crea para la susodicha situación.
En un principio, la esperanza, la confianza en uno mismo a la hora de afrontar el problema del desempleo, suele estar marcada por una excesiva, aunque no mala, confianza en uno mismo que en principio nos lleva por el buen camino para poder resolver todos nuestros problemas. Nos tomamos las cosas con calma, salimos con los amigos e intentamos llevar una vida activa más o menos lo más parecida posible a la que teníamos mientras manteníamos nuestro empleo. Confías en amistades, en antiguos jefes, en compañeros... todo parece que es solo una nueva oportunidad de reválida.
El problema viene cuando las respuestas, las soluciones, comienzan a hacerse de esperar más de la cuenta. Llegados al tercer mes, nuestra confianza suele estar ya por los suelos y volvemos, de nuevo, a sentirnos copados de inutilidad.
Es la pescadilla que se muerde la cola
Unos pasan más pronto que tarde, otros al contrario. Lo único seguro ante la llegada de la situación laboral de parado es que nuestra mente, nuestro yo interior que solo hace que pensar las veinticuatro horas del día, nos intentará jugar la mala pasada de hacernos sentir culpables por la desdichada situación. No importará lo trabajador que uno haya sido durante toda su vida, la inmensa capacidad para superarse a si mismo que haya tenido durante se trayectoria profesional, nuestro subconsciente, cual el mejor de nuestros enemigos, conseguirá que lleguemos a creernos de verdad que somos incapaces de salir adelante.
Y por eso creo que es por lo que nos sentimos realizados cuando tenemos un empleo, por nuestra salud mental y la de aquellos que nos rodean.
Porque ansiamos ese sentimiento de seguridad que solo el trabajo es capaz de darnos, y porque una vez uno se ve privado económicamente, ve claramente cuan esclavos del vil metal somos todos nosotros, y cuan difícil es escapar de esa esclavitud siendo como es, la propia sociedad, la depositaria de las llaves de todas y cada una de nuestras celdas.
Sí, amigo Ángel, creo, y no me duele decirlo públicamente, que la única razón para sentirme realizado cuando trabajo se da por el hecho de tener capacidad monetaria. Ni me gusta trabajar ni soñaba de pequeño con ello. Fue ella, esa sociedad materialista de la que formo parte, la que me llevó de la mano a la celda desde la que observo, desde aquel quejumbroso día, los amaneceres y los ocasos que me restan de vida, a la sombra de una asquerosa moneda de euro gigante, la que representa, y no creo que haga falta decirlo aunque lo hago finalmente, al vil materialismo que hemos mamado todos desde el principio de los tiempos.
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